Por SALVADOR CAMARENA
TAMBIEN TE PUEDE INTERESAR
Por si hiciera falta evidencia, los detalles de la captura de Javier Duarte confirman lo podrido y lo profundo, o lo profundamente podrido, del sistema que le creó. A Duarte no se le encontró –ni remotamente– como en su momento a Saddam Hussein: todo un menesteroso en la huida. Iba, todo mundo lo vio, vestido de manera casual, con ropas y el saludable aspecto de quien vacaciona.
Y, ya se sabe, lejos de ser localizado en una cueva, o tras haberse revolcado en el drenaje como le pasó a El Chapo, Javier Duarte cayó… en un spa.
Un detalle más. A una sociedad agraviada por los abusos y el cinismo del duartismo jarocho no le pasará inadvertido el proceder de los familiares del exgobernador y su esposa.
Los Duarte y los Macías no tuvieron mejor ocurrencia que tomar un avión privado, en plena temporada vacacional y desde el aeropuerto más priista de México, para ir a visitar al jefe del clan, ausente desde hace más de seis meses. ¿Lo hicieron así porque son tontos? No necesariamente. Lo hicieron así porque a pesar de “la desgracia” en que se encuentran tienen sobrada capacidad económica y así de impunes se sentían/sabían hace apenas unas cuantas horas.
Todo lo anterior obliga a mantener presente que la detención de Duarte no puede ser tomada como una muestra de la renovación del sistema.
Esta detención –y lo mismo se puede decir de la de Tomás Yarrington– es casi providencial, en el peor sentido de la palabra.
No hay detrás de ellas ni operaciones policíacas de envergadura, ni mucho menos forman parte de un compromiso evidente y sostenido de parte del gobierno federal para desmontar las estructuras que encumbraron, solaparon y protegen, en presente, a los Duarte, Javier y César, a Humberto Moreira, a Roberto Borge, a Eugenio Hernández, a Roberto Medina, etcétera.
Detener a Javier Duarte o a Yarrington no habla de lucha contra la corrupción. Son hechos aislados de los que la administración buscará sacar provecho mediático en tiempos electorales, pero siempre privilegiando el menor costo político posible para el PRI.
Al presidente de la República está a punto de ocurrirle una notable paradoja. Nunca se significó por combatir la corrupción, nunca puso el menor empeño en auditar a los gobernadores, y ahora que estos se le presentan como una oportunidad del destino para convertirse en un protagonista de la lucha anticorrupción, nada hay en el ambiente que haga pensar que Peña Nieto se convertirá en un adalid contra los corruptos. Ni forzado por las circunstancias, pues.
Como en su momento la de Andrés Granier e incluso la de Elba Esther Gordillo, la caída de estos gobernadores no ocurre dentro de una pesquisa judicial exhaustiva, que ligue al detenido con el entorno, que explore complicidades y redes, que busque golpear al sistema que permitió la corrupción.
Vistos desde el expediente judicial los detenidos de cada uno de los casos del peñismo parecen surgidos por generación espontánea, como anomalías del sistema antes que como su producto natural.
Sin la ausencia de la voluntad presidencial de ir a fondo, la caída de los gobernadores no significará mucho más que la habitual danza de abogados y fiscales en torno a retruécanos legales que los medios medianamente traduciremos.
Duarte ya no está libre pero el sistema que le permitió crear empresas fantasma, repartir fuero a prueba de
elecciones y asistir al banquete nacional del presupuesto años después de que se emitieran las primeras alertas sobre malversaciones está intacto.
Por catártica que resulte, la caída de los gobernadores es, hasta hoy, insustancial.