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POLONIA Y SU RECHAZO A LOS REFUGIADOS


Redactado por: adriana bravo
junio 10, 2016 , a las 1:08 am

Varsovia, Polonia.-  Las luces del distrito de Podgórze, el otro barrio judío de Cracovia que recibió el fuego nazi durante la II Guerra Mundial, anuncian que el turismo mundial desembarcan desde la otra orilla del río Vístula. El cielo de Podgórze fue étnicamente depurado por el Tercer Reich pero al menos no devoró los vestigios de las matanzas como le sucedió a Varsovia y Lodz. El gueto de Cracovia quedó congelado el 3 de marzo de 1941 como testimonio de la ignominia: Más de 15.000 almas hacinadas en 30 calles, 320 edificios de viviendas, 3.167 habitaciones. Quedan restos de la huida final de los nazis ante el asalto soviético: la fábrica en la que el especulador Oskar Schindler ocupó a miles de judíos a cambio de escapar de Auschwitz-Birkenau, un hermoso zapato de mujer incrustado en una ranura, la fachada carcomida de un edificio con las ventanas tapiadas y la Plaza de Bohaterów, la puerta de salida hacia un viaje a la eternidad. Polonia lleva 75 años supurando por aquella herida. El gueto es uno de los lugares más visitados de una ciudad hermosísima pero también muy derechizada y ultracatólica. En Cracovia, el lugar que el próximo 25 de julio organizará las Jornadas Mundiales de la Juventud, se puede recibir misa cada 15 minutos en alguna de las 130 iglesias que ocupan el centro urbano. Un récord inigualable. Aquí, el Partido Ley y Justicia (PiS) de Jaroslaw Kacscinsky, que amasa todo el poder político del país, aplica su arsenal ideológico. Con un apoyo superior al 65% de la ciudadanía, el PiS comenzó en Cracovia a saldar sus cuentas pendientes con el pasado. Con el uso de una retórica a veces incendiaria, Kacscinsky proclamó en la gran Plaza del mercado que en Polonia se desarrolla una guerra “contra el postcomunismo” enraizado en unas élites burocráticas  que siguen controlando la vida de los polacos. A escasos 50 kilómetros de Cracovia, en Oswiecim, el municipio que los alemanes rebautizaron como Auschwitz, nació su gran marioneta, la primera ministra Beata Szydlo.     La actual responsable del gobierno, una estratega que trabajó su carrera política primero como tesorera del partido y el pasado año dirigiendo la campaña presidencial de Andrzej Duda, abandera el principio sagrado de que la familia, Dios y la patria caminan de la mano en una Polonia ultranacionalista que únicamente su partido puede administrar. Para Szydlo, el papel de las mujeres, por ejemplo, debería reducirse exclusivamente a las tareas del hogar, a la buena educación familiar y a traer hijos a este mundo gélido que les ha tocado vivir. Y no solo eso. El gobierno polaco logró que la Unión Europea (UE) les concediese la posibilidad de albergar la sede central de la policía de fronteras comunitaria, Frontex, el organismo que vigila la llegada de inmigrantes a Europa. Frontex se estableció en el piso 50 de uno de los edificios emblemáticos de la capital, el Warsaw Spire, una modernísima torre de cristal que el gobierno levantó sobre los vestigios del viejo gueto para mostrar el músculo de su moneda, el zloty, y la confianza en el porvenir. Pero la paradoja es que Polonia no tiene refugiados y que solo el 2% de sus 38 millones de habitantes son extranjeros. Étnicamente, es uno de los estados más homogéneos de la Unión. Quizá por ello, Szydlo abanderó la rebelión del grupo de Visegrado contra la decisión comunitaria de repartirse 120.000 refugiados que malviven en Grecia y los Balcanes. Les correspondía acoger a 7.500, pero el atentado yihadista de Bruselas frenó cualquier decisión humanitaria y les armó de razones para convertir el compromiso adquirido en papel mojado. Los motivos fueron de seguridad, pero los que misteriosamente han calado en algunos polacos fueron otros. “Se difundió un rumor, interesadamente o no, de que muchos refugiados están infectados, que son portadores de enfermedades. Esa visión bárbara aún existe”, explica Waldemar Kiendzinski, un profesor de 49 años con un conocimiento preciso de la historia de Polonia. Lo absurdo es que la confusión es moneda de curso legal para mucha gente. Kiendzinski no cree que el gobierno utilice de forma descarada los canales públicos como plataformas de una ideología excluyente. “La prueba es que en la televisión pública hay dos series turcas en horario de máxima audiencia. Una de ellas es una apología de la grandeza que alcanzó el Imperio Otomano”, añade. Para este profesor que reconoce con pesar su orfandad política en el mercado electoral, Polonia “vive hoy las consecuencias de una herencia realmente esquizoide procedente de nuestra convulsa relación histórica con Rusia y Alemania”.   En la última década, Polonia ha sido gobernada por dos partidos derechistas: la Plataforma Cívica del actual presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, y el PiS de los hermanos Kaczynski. Lech murió en 2010 cuando era presidente del país en un accidente de aviación en la ciudad rusa de Smolenks, a donde se dirigía para honrar la memoria de los 12.000 polacos asesinados por Stalin. Aquella tragedia fue transformada por el gobierno en una fábula repleta de conspiraciones orquestadas desde Moscú pero que terminó cuajando en la psique polaca. El resultado fue que el otro Kaczynski, Jaroslaw, ganó las elecciones con el 37% de apoyo. “Otra consecuencia es la izquierda testimonial en Polonia, casi inexistente”, afirma Kiendzinski pese a reconocer la capacidad del Comité de Defensa de la Democracia (KOD) para movilizar a miles de personas contra la política conservadora del PiS. Ezbieta Nowakowska, una comerciante del barrio judío de Cracovia de 45 años, relata el problema que, a su juicio, está produciendo una política ultraconservadora: “Pocos días después de ganar las elecciones de octubre, el Sejm (el Congreso) reformó el Tribunal Constitucional, y el presidente Andrzej Duda tomó juramento, durante la noche, a los nuevos jueces. Los medios de comunicación comenzaron a ser controlados por el gobierno y los mensajes son cada día más antieuropeístas y cristianos. Escuche la radio”. Nowakowska dice ser una de las pocas personas en Cracovia que es de izquierda “porque esta ideología es inexistente en Polonia. El primer objetivo del PIS cuando llegó al poder en 2005 fue destruirla”. Ahora forma parte del Comité de Defensa de la Democracia (KOD) que cada sábado, haga sol o nieve, reúne a cientos de seguidores, hostigados por la policía, salen a las calles de las principales ciudades del país en defensa de la democracia. “Lo peor es que la sociedad cree cada vez más a Kacscinsky”, añade. Contradictoria esta hermosa Polonia desbordada por los mitos, que enarbola la bandera del orgullo frente a los dos mundos que le aplastaron en el siglo XX, el alemán y el ruso, hoy abandona  su constitución de 1791, la primera de corte democrático que se redactó en Europa. El actual drama polaco emerge de la presión asfixiante de las fuerzas conservadoras, empeñadas durante años en borrar cualquier recuerdo del pasado socialista, incluida la memoria y los monumentos a los polacos que ayudaron a liberar la ciudad del yugo nazi. Grzegorz Szymanski, 30 años y filólogo de Varsovia, sabe muy bien de qué habla cuando asegura que un alto porcentaje de la antigua “nomenklatura” comunista se ha incrustado en la maquinaria estatal para aprovecharse de la democratización y del ingreso en la UE. Szymanski no escatima a la hora de manifestar su apoyo al gobierno de Beata Szydlo en la campaña emprendida para desenmascarar a esa élite “nada desdeñable de polacos” que cambió de color para aprovecharse de las nuevas realidades económicas nacidas del colapso soviético. “Mientras Rusia vendió las compañías estatales a rusos prominentes, en Polonia fueron a parar a manos extranjeras”. Y cita a un poder económico camaleónico, “el Bankster”, una especie de lobby alemán, siempre al acecho, que controla que los mensajes económicos que difunden buena parte de los medios de comunicación sean siempre progermánicos. Aunque confía en la capacidad del gobierno para depurar ese patio, añade con franqueza: “El PiS hace una política a favor de los intereses de los polacos. Lo mismo que hace el gobierno de Alemania con sus bancos o el de España con sus intereses económicos en América Latina. ¿Por qué a nosotros nos critican tanto?”. En Polonia, como ocurre en la mayoría de países que formaron parte del bloque soviético durante 44 años, sus ciudadanos han pasado de la fe comunista al miedo al otro, y del brillo cegador del mercado libre a la búsqueda de un patriotismo que les ampare, incluso con reminiscencias mitológicas. Grzegorz Szymanski dice que en las últimas elecciones votó al PiS “aunque eso no significa que esté de acuerdo con el carácter religioso que ese partido trata de divulgar en la vida colectiva, siendo profundamente católico”. Basta con caminar por las calles de Cracovia un miércoles por la mañana. Un día soleado de mayo. En la pared del antiguo edificio de la policía secreta del régimen hay un ramo de flores recién cortadas y sobre ellas una inscripción anónima en la que puede leerse en polaco: “A 14 estudiantes asesinados por los comunistas”. Una mujer, con un suéter azul y el pelo rubio recogido, mira la estela. Tiene el rostro muy serio y pocas ganas de hablar. “Los soviéticos estuvieron 44 años, los nazis solo seis”, dice en inglés. La madre Polonia siempre es buena. Lo fue cuando los nazis llegaron a Cracovia en 1941 y lo es ahora que gobierna el PIS. A Ezbieta Nowakowska le molesta un poco la exaltación del dolor que hace el gobierno del pasado. Le enoja el recorrido “martirológico” del Holocausto que comienza en el gueto de Podgórze y concluye en Auschwitz pero, sobre todo, le espanta el lenguaje a veces brutal que utiliza Kaczynski: “A los colectivos de izquierda, a los laicos, homosexuales y a la KOD, suele llamarles polacos de poca calidad”. Hay una fractura social en Polonia, pero ¿hasta dónde llegará esta confrontación? La señora Nowakowska, rubia, flaca y resuelta, aún no lo sabe. (I)

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